La movilidad humana, tema ineludible para la iglesia católica. Una estructura en constante tensión entre el imperativo de la acogida y la extrema complejidad del mundo de los migrantes

  1. Marin, Luca
Dirigida por:
  1. Edelia Villarroya Soler Director/a

Universidad de defensa: Universitat de València

Fecha de defensa: 18 de julio de 2017

Tribunal:
  1. Dos Reis Peixoto Joao Alfredo Presidente/a
  2. Adelia de Miguel Negredo Secretaria
  3. Juan David Sempere Souvannavong Vocal

Tipo: Tesis

Teseo: 490975 DIALNET

Resumen

Introducción La mayoría de las religiones que se practican en el mundo y casi la totalidad de las más populares contienen en sus mitos fundadores la memoria de una migración humana. La Biblia habla del peregrinar de Abraham (siglo XIX° AC) desde Mesopotamia a Palestina, del éxodo del pueblo judío de Egipto (siglo XIII° AC) y de la deportación de los Judíos a Babilonia (siglo VI° AC). Por su parte, Confucio forja sus pensamientos durante trece años, vagando entre los diversos reinos de la antigua China (siglos VI°-V° AC). En paralelo, el príncipe Siddhartha Gautama, o la versión histórica de Buda, sale de su palacio para descubrir el dolor y la frustración que imperan en el mundo (siglos VI°-V° AC). También la familia de Jesucristo, amenazada por Herodes el Grande, emigra a Egipto y, treinta años más tarde, los primeros cristianos tienen que huir de Jerusalén por causa de la persecución puesta en marcha contra de ellos. Y aún más, el “Viaje de Rama” (siglo I° DC), uno de los libros sagrados de los hindúes, cuenta los catorce años de vicisitudes en medio de la jungla del príncipe homónimo, que se enfrenta a diversos peligros y demonios, antes de poder estar de vuelta victorioso a su reino. Por último, en el año 622, la gran Hégira (del árabe hijra = emigración) de Mahoma ve el profeta y los primeros creyentes de la nueva religión musulmana dejar La Meca para escapar los ataques de sus habitantes y refugiarse en el oasis de Medina. Aunque el éxodo, la deportación, el viaje o la itinerancia formen parte de la memoria de muchas religiones, sin embargo esta experiencia de la migración no siempre se ha quedado en la naturaleza íntima, o, más precisamente, en la manera de ser de cada una de ellas. El judaísmo, por ejemplo, ha experimentado más que cualquiera otra creencia las consecuencias de la diáspora, de la dispersión forzada de sus miembros en todo el mundo como resultado de la destrucción y de la ocupación de su tierra de origen. Pero, a pesar de este fuerte vínculo histórico con la condición del exilio, para los seguidores del judaísmo, la migración no es un elemento vital de su fe, sino una especie de “castigo”, y el fin al que el “pueblo elegido” esta llamado sigue siendo el retorno a Sión, o sea la estabilidad definitiva en una tierra en la “que fluye leche y miel” . Objetivos Es una historia diferente para el cristianismo, que posee los presupuestos teológicos para ser considerada una “religión de migrantes”, y que, como demostraremos, después de más de dos milenios está recuperando tímidamente esta dimensión a través de consideraciones antropológicas, etnológicas, sociológicas y psicológicas que normalmente se sitúan fuera de las reflexiones relacionadas con la teología. El “alma migratoria” del cristianismo debe su existencia a por lo menos dos características de su génesis tanto histórica como ideológica. Los escritos del llamado “Nuevo Testamento” comienzan con la predicación de Jesucristo sobre la llegada inminente de un “Reino de Dios” definitivo, que hace provisorias y cualitativamente inferiores todas las formas humanas actuales de autoridad. Eso significa que quién cree en él, entra en una nueva dimensión que le hace “hijo” de Dios, destinado a la misma vida incorruptible del Origen y del Fin de todo. Es en este sentido, Jesús de Nazaret, en un momento crucial de su existencia dice a sus discípulos que ellos están en el mundo, pero no son del mundo . El Nuevo Testamento repite varias veces que en esta tierra los seguidores de Cristo son “extranjeros” y “huéspedes”, perpetuamente en un estado de transitoriedad. La vida humana entendida como “peregrinaje” representa por lo tanto la primera de estas dos características “migratorias” del cristianismo. Fijarse de forma estable en una tierra o en una condición social específica está vista como una opción que hay que evitar. La segunda característica, en cambio, se relaciona más con la etnología. Los primeros discípulos y apóstoles de Cristo pertenecen todos al pueblo judío, étnica o religiosamente, pero aunque en sus misiones sigan las huellas de la diáspora judía, la “nueva doctrina” se desarrolla principalmente en el mundo grecorromano. Ya la primera comunidad cristiana, a pesar de la armonía ostentada por el libro de los Hechos de los Apóstoles, experimenta las tensiones entre las poblaciones judías y las helenizadas que adhirieron a la predicación apostólica . Los responsables de la Iglesia desde el primer momento deben preguntarse dos cuestiones: por una parte si la salvación incluye también a los que no son Judíos, y por otra como traducir culturalmente en un contexto “pagano” una religión nacida en un ambiente judío. No es casualidad que el difusor principal del cristianismo primitivo, Sáulo llamado “Paulo” de Tarso, es un hombre dotado de tres culturas – judía, griega y latina –, capaz de adaptar el lenguaje de su predicación a las necesidades de un público multiétnico, pluricultural y multilingüe. Sobre la base de estas consideraciones, los tres artículos que siguen esta presentación analizan las principales dimensiones de la estrecha relación que, según nuestra hipótesis, subsiste entre el catolicismo – confesión de la mayoría de los cristianos – y el universo de la migración humana. En la primera contribución se explora desde un punto de vista no teológico la identidad migratoria de una religión a menudo considerada, erróneamente, como el emblema del inmovilismo, de la tradición que permanece y de la sedentariedad. Este texto pone a la Iglesia Católica frente a sí misma, “obligada”, para ser fiel a los principios de su fundador, a desempolvar el carácter abierto, cosmopolita e itinerante que marcaba los primeros siglos de su existencia. El segundo artículo , resultado de un estudio efectuado en varios contextos europeos (áreas urbanas de Roma y Milán en Italia, la región de París en Francia, las zonas industriales del sur de Bélgica y Luxemburgo, la metrópoli de Londres en el Reino Unido, etc.), observa y hace emerger las dificultades para las Iglesias autóctonas de comprender plenamente las exigencias y las particularidades de los inmigrantes, que no son sólo “católicos”, sino también “extranjeros”. Entre líneas, la investigación deja transparentar los obstáculos que las personas que desean estudiar en profundidad el ambiente de los migrantes tienen que superar: la desconfianza de los encuestados, la expresión imprecisa en las respuestas dadas por ellos, la falta de reflexión sobre su estatus de extranjeros itinerantes, la deseabilidad social, etc. Si el trabajo apenas mencionado pone en duda las capacidades de acogida ordinarias y locales de la Iglesia Católica con respecto a los fieles de diferentes nacionalidades, en cambio en el tercer artículo se estudian las relaciones entre ella y un grupo de inmigrantes no católicos, que no sólo representan un desafío para el diálogo interreligioso, sino también una “provocación” para tomar partido al lado de una categoría: la de los “sin papeles”, considerada por las autoridades del país anfitrión como fuera de la ley y sancionable con la expulsión. El acontecimiento al que se refiere el texto, ahora se ha convertido en algo emblemático de la historia de la inmigración en Francia: se trata de la ocupación, durante el verano de 1996, de la iglesia parisina de Saint-Bernard de la Chapelle por más de trescientos inmigrantes irregulares originarios del África occidental. El enfrentamiento entre los sans-papiers, que protestaban haciendo uso de la huelga de hambre, y las autoridades estatales, que les conminaban a dejar Francia, terminó con la evacuación forzada de los que habían encontrado refugio entre los muros de la parroquia parisina y con la indignación de la mayoría de la opinión pública francesa por la brutalidad desproporcionada de la intervención armada. Sin mucho apoyo por parte de su diócesis, los responsables de la parroquia de Saint-Bernard optaron, sin embargo, por acoger dentro de la iglesia a cientos de familias inmigradas musulmanas, resistiendo las presiones diarias de las fuerzas del orden. La identidad migratoria de la Iglesia -- Durante siglos, los Evangelios y los otros escritos que componen lo que la Iglesia Católica llama el “Nuevo Testamento” (en oposición a los libros reconocidos como sagrados extraídos de la tradición judía precristiana, designados como “Antiguo Testamento”) nunca fueron leídos en óptica “migratoria”. Cuando a mediados del siglo XIX° algunas personalidades católicas empezaron a tener un serio interés por las masas de emigrantes que dejaban Europa con destino a las Américas, estos hombres y mujeres de “buena voluntad” parecían encontrar en el canon sagrado pocas citas dirigidas específicamente a los migrantes y a los extranjeros como justificación moral y religiosa en su favor. La gran mayoría del clero de los países de emigración creía más bien superficialmente que los que salían en busca de “suerte” en el extranjero, estaban motivados por la codicia y la sed de ganancia, convirtiéndose en desertores de su familia y de su país. Incluso hasta la década de los 80, en Francia varios miembros de grupos de “pastoral de los migrantes” estaban convencidos de que su trabajo tuvo como base bíblica sólo una frase de Jesús: “Era forastero y me acogisteis” (Evangelio de Mateo 25,35). En la práctica, acoger a los forasteros no era nada más que una de las muchas “obras de misericordia” que un cristiano tendría que realizar, en una perspectiva que, según un lenguaje más laico, se podría definir “humanitaria” o “filantrópica”. En realidad, esta aparente escasez de referencias bíblicas a la migración nacía de una interpretación errónea en clave puramente proselitista del universalismo que impregna todo el Nuevo Testamento . Una lectura más atenta de las fuentes cristianas permite, en efecto, hacer aflorar un principio insistente de “hermandad universal” que incluye cualquiera categoría de humanidad: del esclavo al hombre libre del griego al judío, del autóctono al extranjero. La doctrina de Jesús de Nazaret va aún más allá de la mera atención al “prójimo” necesitado, tanto que, en la famosa parábola del “Buen Samaritano” , el que se hace sorprendentemente cargo de un hombre que ha sido asaltado y robado es precisamente un no-Judío, para subrayar el papel central que los “extranjeros” y la gente procedente de todas partes del mundo tienen en el desarrollo del “Reino de Dios”. En el mensaje cristiano, el extranjero, el inmigrante, el peregrino y el itinerante son figuras de personas con mente abierta, dispuestas a “romper los esquemas” y aceptar la forma de actuar y las elecciones impredecibles de Dios. En la era contemporánea, más que en otras religiones y confesiones, es dentro del catolicismo donde se desarrolla una sensibilidad particular hacia al fenómeno de la movilidad humana. Muchas asociaciones y organizaciones que operan en el campo de la migración y que hoy revindican una orientación laica del pensamiento, nacieron de una inspiración de matriz católica. Precisamente a causa de este interés en una cuestión social tan espinosa y controvertida como la de la inmigración, muchos católicos se ven aplicar una etiqueta política de “izquierda”, en contraste con el conservadurismo que, según algunos, sería el distintivo del electorado católico. Exactamente en el ámbito de la migración tienen, de hecho, una posibilidad de encontrarse ambientes humanos que rara vez se reúnen: en muchos países europeos, y particularmente en Italia, varias redes asociativas para la defensa de los derechos de los inmigrantes ven, por ejemplo, participar en las mismas actividades tanto movimientos feministas anticlericales como hermanas religiosas en completo hábito monacal. Frente a las preguntas y a las reacciones que suscitan las migraciones, especialmente cuando se trata de personas económicamente menos pudientes que los autóctonos y dispuestas a aceptar los empleos y las tareas rechazados por ellos, la Iglesia Católica del tiempo presente parece estar en conflicto entre dos posiciones supuestamente “oficiales” (es decir aprobadas por la jerarquía). Se parte de la línea del papado de Benedicto XVI, más inclinado a poner en primer plano las exigencias de la “caridad” un poco en detrimento de las cuestiones políticas, a la línea del papa Francisco, más crítica hacia las políticas migratorias de los países de inmigración. Ambas, sin embargo, coinciden en un punto fundamental: para el cristiano ser migrante, ser extranjero debería ser una condición natural, experimentada y aceptada como un componente esencial de su fe. La Iglesia Católica comprometida con sus migrantes creyentes Aunque muchos supongan que las religiones son por lo general ideologías con carácter universal, su práctica está generalmente muy determinada étnicamente, es decir condicionada por el origen cultural, étnico y nacional de sus miembros. Si el fenómeno de las “Iglesias cristianas inmigradas” ha sido muy estudiado, las mismas consideraciones étnicas que emergen de esta investigación podrían también extenderse a otras creencias religiosas menos analizadas bajo esta perspectiva. Por ejemplo, los musulmanes en Europa occidental, a menudo de origen o descenso inmigrante, cuando son practicantes, frecuentan mezquitas fuertemente influenciadas por sus países de procedencia inicial. Este principio, que puede parecer trivial, está escasamente conocido entre las Iglesias locales católicas de los países de inmigración. Para la mayoría de los párrocos y de los responsables pastorales católicos, los creyentes inmigrantes no tienen ninguna necesidad de atenciones especiales: son cristianos como los otros que no deberían hacer nada más que insertarse en las estructuras parroquiales normales. Para muchos de ellos, hacer distinciones sería como dividir el mismo Cristo. Esta actitud, que puede parecer lógica, se enfrenta a la constatación de que la casi totalidad de los creyentes inmigrantes, en ausencia de un servicio dedicado a ellos en función de su lengua y cultura, tienden a abandonar la práctica religiosa en los países donde se encuentran, o a dirigirse hacia otras confesiones no católicas culturalmente más afines. Casi analógicamente a las políticas de los gobiernos nacionales, las Iglesias católicas de los países de inmigración también siguieron pretendiendo que, además de la ayuda humanitaria, se debiera proporcionar a los católicos extranjeros sólo algunos de los medios para su integración. Simplificando la ilustración de esta orientación, podemos decir que la mayoría de los programas pastorales que (eventualmente) existen en las diócesis y parroquias sobre los inmigrantes católicos, se componen de una serie de “concesiones temporales” al idioma extranjero y al folclore exótico, limitadas a unas ocasiones, a la espera de incorporar definitivamente todas las poblaciones de origen extranjero bajo una sola bandera cultural. La hipótesis que subyace a esta manera de abordar la cuestión de la presencia de inmigrantes en las Iglesias locales, considera los modos culturales extranjeros como un elemento superficial de la cultura religiosa común, olvidando que ésta última está totalmente encarnada en los primeros. Un malentendido ideológico similar conduce a conseguir casi invariablemente entre los migrantes católicos la impresión de que las liturgias autóctonas son más “frías” que los ritos de su país de origen. Se trata de un contraste – a menudo expresado en términos “térmicos” – acentuado por el hecho de que las liturgias del llamado “primer mundo”, en general los países de inmigración, son mucho menos “expresivas” sentimentalmente que las del llamado “tercer mundo”, mayoritariamente países de emigración. En las primeras prevalecen los símbolos, los sermones, los gestos medidos, mientras que en las segundas abundan los cantos, los bailes, las risas y los lloros. Las unas prefieren un registro abstracto y normativo-catequético, las segundas propenden por la manifestación de las emociones, así como por la participación ostentosa de los fieles. Pero la sensación de “frío” percibida por los creyentes inmigrantes que asisten a las liturgias autóctonas siguen siendo iguales incluso en presencia de registros muy similares: una misa de los Portugueses puede ser más silenciosa que la de los Franceses, pero muchos creyentes inmigrantes de Portugal afirman no encontrarse a gusto en la atmósfera litúrgica francesa. Las consideraciones que acabamos de enunciar llevan a descartar la hipótesis de que el origen de los problemas de entendimiento entre católicos autóctonos y inmigrantes se sitúe a nivel teológico o lingüístico. Si los dogmas de la fe son los mismos y por lo tanto no generan divergencias, las diferencias de idioma no son suficientes para explicar la difícil adaptación de los inmigrantes al estilo y la mentalidad de las Iglesias autóctonas: en Europa hay fieles latinoamericanos que lamentan su inclusión escasa en las misiones católicas españolas y portuguesas, a pesar del común denominador lingüístico. Esto significa que los factores “afectivos” y “identitarios” tienen una importancia superior a los factores “técnicos” y “lingüísticos”. Para entender mejor este fenómeno, es útil distinguir entre “religión” y “objetos religiosos”, poniendo de relieve tres niveles de “religiosidad”, que van de mayor a menor intensidad. En el primer nivel encontramos el/la hombre/mujer religioso/a, que es alguien extremamente raro, para el cual la búsqueda y el conocimiento (no sólo intelectual) de Dios son una necesidad vital; todo está visto e interpretado “a los ojos de Dios” con un fuerte empuje a comprender, evolucionar, ir posiblemente más allá de los esquemas establecidos sobre la religión, para llegar a su propio corazón, ósea a Dios. En posición intermedia se sitúa la religión sabia, normalmente prerrogativa de una élite, que se caracteriza por un interés dogmático y moral en el establecimiento de “principios”, justificados según unas verdades imprescindibles. Por último, en el tercer nivel, se encuentran muchísimas personas que, en lugar de desarrollar plenamente su propia dimensión religiosa y no pudiendo (o no queriendo) acceder a la ciencia teológica, adquieren nociones religiosas en relación a “objetos religiosos”, símbolos identitarios de pertenencia a una comunidad de fe. Estos últimos pueden ser esquemas de comportamiento, prácticas, hábitos, modos de vestir, lenguajes, etc. La fidelidad a estos “objetos” se considera como enlazada con la supervivencia de su propia identidad étnica, cultural o religiosa. En la grande mayoría de los casos, para los creyentes migrantes, que como minoría en un país extranjero se sienten amenazados culturalmente, los “objetos religiosos” no son elementos negociables en vista de su posible “integración” a la Iglesia local. Lejos de ser un obstáculo para la aceptación mutua entre católicos de diferentes nacionalidades, estos objetos representan unas pasarelas de comunicación, una especie de “gramática” para ponerse en contacto con la población inmigrante. Quien, por ejemplo, trabaja pastoralmente con los inmigrantes de la República Democrática del Congo, en las celebraciones religiosas no puede dejar de evocar a los antepasados, así como quien acompaña a los inmigrantes portugueses no puede ignorar la devoción a la Virgen de Fátima. En otro ámbito, estas pasarelas pueden también ser utilizadas por los trabajadores de lo social, que se acercan a las comunidades de inmigrantes y se enfrentan a un bloqueo emotivo fuerte a la hora de comunicar con ellos. También a nivel eclesial, puede por lo tanto fácilmente renovarse el malentendido que aparece con frecuencia en el ámbito político al abordar el mundo de los migrantes. Las acciones y los proyectos específicos para estas poblaciones son a menudo tomados por formas latentes de “discriminación”, cuando en realidad se trata de formas de “atención” y de respecto al Otro. Este enunciado no es más que una variante del principio de adaptación que debe existir entre cada discurso y su contexto. Es decir, por ejemplo, cuando te diriges a unos refugiados como si se hablase a unos enfermos, ya que son grupos con necesidades muy diferentes. La Iglesia Católica y la atención a todos los migrantes En ámbito humanitario y caritativo las organizaciones católicas no hacen distinción entre correligionarios y miembros de otras creencias. En varias ocasiones, algunas parroquias han abierto sus iglesias para albergar a los inmigrantes de cualquier origen. Casi siempre, estas iniciativas, además de aliviar las condiciones difíciles de algunos seres humanos, aspiran principalmente a sacudir las conciencias de los fieles y de la opinión pública. Entre los muchos episodios paradigmáticos de la actitud de la Iglesia Católica sobre el tipo de acogida que tiene que ser reservada a los migrantes no católicos, el que ocurrió en el verano de 1996 en la parroquia parisina de Saint-Bernard de la Chapelle es particularmente significativo. Esto permite, en efecto, analizar las interacciones entre los múltiples actores que intervinieron en el asunto: sans-papiers, organizaciones aconfesionales de apoyo a los inmigrantes, responsables parroquiales, fuerzas del orden, diócesis, feligreses, municipalidad, medios de comunicación, gobierno nacional. La protesta de los sin papeles llamados de “Saint-Bernard” comienza en la primavera de 1996 y termina al final de agosto del mismo año. Tras la reforma del “código de la nacionalidad” promovida en 1993 por el ministro del Interior, Charles Pasqua, muchos inmigrantes en situación de fácil acceso a la regularización habían visto reducirse a nada las posibilidades de lograr un permiso de residencia de larga duración o la obtención de la nacionalidad francesa. Entre ellos, había muchos Malienses y otros inmigrantes sub-saharianos de las antiguas colonias de África occidental francesa, que, después de haber perdido la oportunidad de ser reconocidos en su calidad de refugiados, no consiguieron obtener una regularización incluso a pesar de la presencia de niños nacidos en Francia. Algunos de estos inmigrantes, alojados en centros de acogida de la región parisina y dotados de una mayor conciencia política, se pusieron rápidamente a la cabeza de un grupo de más de trescientos sans-papiers, encontrando apoyo en una red de sindicalistas, periodistas y grupos de extrema izquierda. Como se desprende de las entrevistas que hemos podido hacer a estos portavoces siete años después de los acontecimientos, esta protesta se reveló particularmente eficaz por la actuación de una estrategia bien calculada: según los líderes de estos “sin papeles”, era necesario “hacer pocas manifestaciones, pero en grande”, impresionar a la opinión pública con actos altamente simbólicos y perturbar el curso normal de la vida diaria para distraerla de su indiferencia. Para la dirección de este grupo de inmigrantes, el gesto simbólico más adecuado para la promoción de su protesta consistía en la ocupación de una iglesia católica de la capital. Se trataba de hacer referencia a un lugar clásico del asilo en el Medioevo, desafiar al humanismo católico y encontrar algunos aliados importantes en los medios de comunicación y en la Iglesia francesa. Pero, quedarse protegido a largo plazo por las paredes de una iglesia no era de ninguna manera una empresa fácil, si la parroquia en cuestión no abrazaba la causa de los manifestantes. No sólo otros grupos de sans-papiers habían fracasado en su propósito, sino incluso estos trescientos hubieron sido expulsados en su primer intento en marzo de 1996, después de ocupar la iglesia parisina de Saint-Ambroise. Con el respaldo del cardenal, el párroco local había firmado el consentimiento para la evacuación llevada a cabo por la policía. En cambio fue diferente el resultado de la ocupación de la iglesia de Saint-Bernard de la Chapelle, situada en el corazón de uno de los barrios de la capital francesa considerado como más “infames” por causa de la extrema visibilidad de la inmigración desde el “tercer mundo”. Convocado de urgencia en la tarde del 28 de junio de 1996, el consejo pastoral de la parroquia ocupada decidía no obstaculizar la protesta y prometía a los “sin papeles” no firmar la solicitud de evacuación, a pesar de que se encontraron frente a un hecho consumado. Desde esa fecha hasta la de 23 de agosto del mismo año, los responsables de la parroquia estarían puestos cotidianamente bajo presión desde muchos frentes, como por ejemplo la ingerencia de las asociaciones anticlericales, el escaso entusiasmo del Episcopado local, la hostilidad de una parte de sus feligreses, los intentos de manipulación procedentes de los medios de comunicación y de los partidos políticos y la voluntad de las autoridades de restablecer el orden. En el ámbito católico, la ocupación de la Iglesia de Saint-Bernard, pone en evidencia las posiciones de los dos principales actores eclesiales implicados en el asunto: la diócesis de París y la parroquia de Saint-Bernard, representantes de dos actitudes opuestas dentro de la propia comunidad de creyentes. La diócesis ve en la ocupación de una iglesia una amenaza para la organización del culto y, sobre todo, para la unidad de los creyentes. Los católicos, de hecho, no son inevitablemente todos favorables a la causa de los “sin papeles”. Además, existe el riesgo de crear un precedente, que abriría o cerraría para siempre las iglesias a los “clandestinos”. La Iglesia terminaría así politizándose, asumiendo una connotación de “izquierda” y resucitando un movimiento obrero cristiano que, a su vez, las autoridades religiosas apenas habían podido “domesticar” todavía. Diferente, en cambio, es la posición del consejo pastoral de la parroquia involucrada. Para estos responsables religiosos, una vez elegida la opción crucial de la acogida, no queda más que asumirla totalmente con todas sus consecuencias. El ejemplo de la evacuación precedente en Saint-Ambroise había provocado una crisis de conciencia entre muchos católicos: ¿si la Iglesia no acoge en primer lugar a los “pobres”, puede llamarse todavía “cristiana”? Para ellos, permitir la ocupación significa luego aceptar muchas “paradojas” aparentes, como la de acercar el lugar más sagrado y digno de respeto para los creyentes (lo que es su templo) con actos más profanos: comer, beber, dormir, jugar, gritar e incluso parir. Una dicotomía similar entre estos dos frentes del mundo católico apareció varias veces durante el verano de 1996. Mientras que los obispos auxiliares en visita a la parroquia ocupada manifestaban un cierto pánico por una situación juzgada como fuera de control, el párroco y sus colaboradores se encontraban ya cada vez más cómodos, dada la confianza mutua instaurada entre ellos y los ocupantes. Una parroquia que durante años fue en busca de su identidad porque está insertada en un contexto religioso en gran medida no cristiano, acababa de descubrir que podía desempeñar un papel importante en la vida del barrio, confiando en su poder simbólico. Discusión La migración humana es un fenómeno que genera opiniones, pasiones y políticas muy contradictorias entre sí, en un universo hecho de xenofobia, explotación, ignorancia e incomprensión. Incluso muchos católicos expresan ideas hostiles a la presencia de los inmigrantes en su país que justifican con los mismos argumentos planteados por la mayoría de las políticas migratorias restrictivas implementadas por los países de inmigración. Además de estas personas, en el mundo católico, existen, sin embargo, otras tantas conciencias que se sienten provocadas por las tragedias de miles de personas que cruzan cada día el Mediterráneo poniendo en riesgo sus vidas, por las injusticias sociales sufridas por muchos trabajadores inmigrantes y por un imperativo de acogida que es intrínseco a la ideología cristiana. De la indignación por el tratamiento que una gran parte de la sociedad reserva a los extranjeros más “pobres” y estigmatizados, en algunos de los cristianos más valientes nace luego la voluntad de pasar a la acción con el fin de cambiar este estado de cosas. Esta posición de apoyo a los inmigrantes, que se convierte ineludiblemente en una postura crítica hacia la opinión pública y hacia las decisiones tomadas tanto por las autoridades nacionales (asimilacionismo y cierre de fronteras) como por las empresas anfitrionas (explotación de la mano de obra extranjera y desigualdad en el tratamiento salarial y de seguridad social), ha sido recientemente asumida con mayor claridad por el gobierno central de la Iglesia Católica . De ello resulta que si en muchos aspectos de la vida social la Iglesia Católica puede parecer una institución “atrasada” para los partidarios de un cierto “progreso” humano, compuesto de diversas liberalizaciones en la esfera moral, sin embargo a nivel de las migraciones se encuentra intrínsecamente proyectada a la vanguardia, incluso redescubriendo sus origines de “pueblo en marcha”, como le gusta definirse . Pero permaneciendo en estos términos, la atención católica a los inmigrantes corre peligro de identificarse con una simple preocupación por una categoría particular de “necesitados”, como pueden ser los pobres, los enfermos, los drogadictos, los discapacitados, los niños con fuertes déficits educativos, las madres solteras, etc. Aunque las problemáticas que acabamos de mencionar sean importantes y graves, desde el punto de vista operativo, las cuestiones relacionadas con los migrantes representan un desafío mucho mayor para los católicos, ya que en este campo faltan todavía a la Iglesia modelos y esquemas de intervención eficaces. Todo eso se ha puesto en relevancia en nuestro estudio destacando los malentendidos que ocurren entre los creyentes autóctonos e inmigrantes en lo que se refiere al culto: de manera imperceptible entre los dos grupos se crea una “frontera” que los responsables católicos por lo general no consiguen detectar. Esta dificultad de la Iglesia en abordar a los migrantes, además de ser práctica, es también epistemológica. Cuando se mueve en el complejo universo migratorio, la Iglesia no puede basarse únicamente en la teología, sino que se ve obligada a recurrir a la amplia gama de las ciencias humanas, necesarias para no malinterpretar el objeto de su preocupación humanitaria. No es casualidad que muchos católicos han comprendido la necesidad de ampliar el alcance de sus conocimientos sobre el tema, creando centros de investigación, publicando revistas científicas, promoviendo trabajos empíricos y dotándose de medios de análisis más adecuados. Se trata, sin embargo, de una pequeña minoría del mundo católico, una gota en un océano de otros creyentes los cuales apuestan más en la “buena voluntad” que en el estudio, y a menudo experimentan desconciertos frente a fenómenos que ponen en crisis los esquemas preconstituidos. El universo de la migración, en el cual un número relevante de congregaciones religiosas, asociaciones y organizaciones católicas se comprometen, se está progresivamente convirtiendo en un punto de encuentro y de “reconciliación” entre personalidades y ambientes que suelen oponerse ideológicamente. Por un lado, una parte de la Iglesia Católica se apropia de las reflexiones de grandes expertos en migración no católicos, interactúa con las organizaciones no religiosas que promueven el respeto de los derechos humanos y participa en las mismas campañas que estas últimas proponen. Por otro lado, algunos estudiosos aconfesionales están descubriendo cada vez más el papel positivo de la religión – sea cual sea – en la adaptación de los inmigrantes a la sociedad de acogida y en el acercamiento de los autóctonos a ellos. Aquí no se trata de la “religión” en el sentido existencial o ideológico del término, sino más bien de esos “objetos religiosos” que hemos mencionado anteriormente, considerados como “pasarelas” para entrar en comunicación con los inmigrantes. En este sentido, algunas diócesis y parroquias en sus iniciativas en favor de los inmigrantes ya suelen invitar a participar a las autoridades o a las personalidades de otras religiones, consiguiendo así interesar a muchas más personas y jugar un papel activo en campo interreligioso. Conclusiones El análisis y las consideraciones hasta aquí expuestas nos conducen a una serie de conclusiones. En primer lugar, el cristianismo a causa de la migración humana está pasando por una especie de “crisis de desarrollo”, que se manifiesta en una tensión entre un imperativo humanitario genérico a socorrer al migrante en dificultad y la necesidad de reinventarse como una “religión de migrantes”, que prefiere el dinamismo al estatismo y que exige todo un replanteamiento de su identidad. En segundo lugar, este redescubrimiento de su dimensión “migratoria” empuja a la Iglesia Católica hacia una reinterpretación de sus textos sagrados, que se hace más eficaz cuando se une a las consideraciones teológicas un estudio antropológico y etnográfico de estos documentos, capaz de revelar el debate multicultural inherente en ellos. En tercer lugar, las Iglesias católicas autóctonas a menudo se encuentran en dificultades tanto al relacionarse con los creyentes de origen extranjero como con los inmigrantes en general. Existen algunas resistencias muy fuertes dentro de la Iglesia en aceptar los desafíos que implica el acercamiento a personas de otros orígenes y mentalidades, con temores recurrentes a que esta operación suscite el “caos”, las divisiones entre los cristianos y la transformación de la religión en política. En cuarto lugar, el estudio de las relaciones entre los católicos extranjeros y autóctonos revela cómo las diferencias de idioma no constituyen la barrera esperada entre los dos grupos. La participación de los inmigrantes en la vida de la parroquia autóctona depende principalmente de factores de orden “afectivo”, es decir de la impresión que sus “objetos identitarios religiosos” sean efectivamente valorizados por las comunidades de acogida. En quinto lugar, es evidente que un acompañamiento adaptado a los migrantes, que no haga referencias a los esquemas ya utilizados en el tratamiento de otras categorías de personas necesitadas, en lugar de representar una “discriminación” hacia ellos, es en realidad una demostración de respeto y de atención. En sexto lugar, se ha comprobado que familiarizarse con inmigrantes de cultura y religión incluso muy lejanas de las autóctonas, hace mucho más fácil la convivencia entre los diferentes grupos. La mayor parte de los miedos manifestados por las diócesis y las parroquias hacia los inmigrantes no católicos son disipados gracias a la relación de respeto y de confianza mutua que se establece cuanto hay un contacto directo y personal entre extranjeros y autóctonos. La Iglesia sale reforzada en sus valores y en su ejemplaridad cada vez que acepta un papel de acogida y de apertura tanto hacia los creyentes católicos como hacia los migrantes de cualquier religión. Futuras líneas de investigación La investigación llevada a cabo en este trabajo abre múltiples caminos de profundización y de desarrollo. Las experiencias que la Iglesia Católica acumula en el ámbito de las migraciones y los ajustes a los cuales se siente en deber de someterse, pueden a menudo ser aplicadas incluso en ambientes seculares. Representa una especie de “laboratorio” donde es posible estudiar las interacciones entre los inmigrantes y la sociedad de acogida, que ofrece además la ventaja de ver surgir continuamente nuevas iniciativas y nuevos episodios significativos de acercamiento a los inmigrantes. En este sentido, sería interesante seguir la creación de eventuales “modelos” de acompañamiento a los inmigrantes, estudiando sus principios de funcionamiento. También la investigación sobre los “objetos identitarios” en materia religiosa podría resultar muy útil en la comprensión de las causas del origen de las tensiones actuales entre el llamado “Occidente” y las poblaciones que hacen referencia a una cultura musulmana o “post-colonial”. Deberían estudiarse estos elementos culturales cargados de afectividad en una perspectiva a la vez sociológica, etnológica, psicológica e histórica. Su comprensión podría inspirar a la política y a la legislación en cuanto a los denominados “signos ostentosos de religiosidad”, haciéndolos más compatibles con una visión más laica del orden social. Otro aspecto a desarrollar en investigaciones futura concierne a una nueva manera de considerar el objeto de estudio que seria la “Iglesia Católica”, analizado hasta ahora sólo como una de las varias “estructuras sociales”, con su propio universo de significados, funciones y condicionamientos. En “sociología de la religión”, en particular, se tiende a prescindir totalmente de la ideología en la cual se basa el cristianismo y a ignorar su cultura intrínseca, creyendo que estos elementos no tienen gran influencia sobre su funcionamiento y su evolución. El presente trabajo lleva a demostrar, en cambio, cómo las relaciones entre la Iglesia católica y las migraciones no son plenamente inteligibles sin referencia al mito fundador de esta institución y a su naturaleza. Además de la exploración del catolicismo como práctica religiosa, también es posible ampliar la investigación sobre el mundo de los políticos o de los funcionarios públicos que se declaran “católicos” y analizar sus actitudes frente a la inmigración. Por último, la profundización de la temática que esta tesis trata, permitiría “desempolvar” dos conceptos caídos un poco en desuso en el campo académico: la intercultura y la mediación cultural. Estas líneas de investigación han ido perdiendo interés debido a las dificultades que generaría su aplicación práctica. Por el contrario este estudio haría hincapié en que la construcción de los procesos interculturales y la eficacia de la mediación cultural no necesitan la realización de estructuras complejas de interacción lingüística o de eclecticismo étnico y cultural, sino que piden poner atención en todas las pasarelas de comunicación que se pueden establecer entre las diferentes poblaciones.